Una descarga

02.03.2015 14:42

La primera vez que vi a una persona con epilepsia, fue una tarde sobre la calle de Mar Mediterráneo, en Tacuba. Caminaba con mi padre. La mujer cayó sobre la banqueta enfrente de nosotros. Aproximadamente, a tres metros de distancia. Mi reacción, al ver las convulsiones, fue dar un paso hacia atrás por la sorpresa pero sirvió como impulso para brincar en su auxilio. No sabía qué hacer, ni aún hoy. Pero una pulsión me hizo intentar controlar su espasmódico cuerpo. Mi padre de inmediato me sujeto y separó de ella. La mujer salivaba en exceso. Unas personas adultas pasaron de largo con intención mal lograda de parecer indiferentes. Como si la mujer no existiera, como si fuera invisible. Solo una anciana, como siempre, acudió sin ningún prejuicio en su ayuda y colocó un pañuelo en la boca de la mujer.

-No mojaste las manos con su saliva, ¿verdad?- fue la pregunta de mi papá. Vi mis manos y negué con la cabeza.

-Porque es contagioso-, sentenció.

Por si acaso, restregué mis manos en el pantalón. No cuestioné la sabiduría paterna. Mi papá caminó con prisa y lo seguí. De hecho, no urgía llegar a un lugar. Era de las pocas veces que visitaba a mi padre y lo que menos deseaba era un conflicto.

Como mi padre vivía con su madrastra, pregunté por su mamá, mi abuela. Me dijo que murió allá, en su tierra, en Oaxaca, Matías Romero o Paso Guayabo, no recuerdo. Le dolía hablar de eso, lo noté en la respuesta.

Varios años después, por boca de mi madre, supe que la abuela paterna sufría de epilepsia o alguna “enfermedad” parecida que ocasionó su muerte. Fue al pozo una tarde por agua, llegó la crisis y la crisis. No volví a preguntar. Con el tiempo, a cada mención de las palabras ataque, epilepsia, convulsión, recordaba a la abuela materna que nunca conocí.

Mi segundo encuentro con la epilepsia ocurrió en la esquina de Mariano Escobedo y Marina Nacional. Esperaba el pesero de la ruta Chapultepec – Aragón, y una mujer cayó, de repente, junto a mí y empezó a convulsionarse expulsando por la boca espuma. Unos agentes judiciales circulaban en su auto, y con la sensibilidad desarrollada por su trabajo, esos hombres huelen las crisis, las descargas eléctricas, bajaron como si unos sicarios, mejores que ellos, los corretearan. Levantaron a la mujer y la llevaron a urgencias en la clínica del seguro social que se ubica en la contra esquina poniente del crucero. En ese momento sentí simpatía por ellos.

Hace poco, me entero que en México existen alrededor de dos millones de personas, entre niños y adultos, con epilepsia. Unos momentos antes de leer la nota en el periódico, la cual trata sobre una aplicación para que los enfermos, en un momento de crisis, puedan avisar a sus familiares, tomé la próxima lectura de los siguientes quince días. Electricidad es el título del libro y el autor, Ray Robinson. No acostumbro a leer la contraportada, ni las solapas hasta el final de la lectura. Incluso, me salto la mayoría de las veces las introducciones y los prólogos. Una vez finalizada la lectura, regreso a las opiniones de especialistas y solapas. Veo si pueden existir diferencias o empatías sobre el trabajo del autor. Ahí está el placer y, como correlato, el desarrollo del lector. Me sorprendí. El personaje principal, Lily, padece epilepsia. Ray Robinson hace un compromiso con el lector, no da concesiones rosas. La narración nos descubre dos mundos, el de la enfermedad, y el de los territorios de una Inglaterra apenas exploradas por los medios masivos de comunicación.

El autor, sin previo aviso, descarga intensas escenas con relación a las crisis producidas por la enfermedad. Asimismo, la influencia de los personajes secundarios en la relación de Lily con su enfermedad es de choque eléctrico.

Electricidad, es una descarga de la realidad que una vez finalizada la lectura, te sitúa en la justa dimensión de tu condición humana.