Plasticidad

01.12.2014 10:31

Cuando murió el Chino de un certero balazo entre ceja y oreja. Aquel camellito, a paso rápido, cruzó la colonia sólo para detonar cerca del oído de la Chela, la novia del Chino, esa pistola extraída con rapidez de la chaqueta de mezclilla. La Chela, sorprendida, tapó sus oídos y lanzó una ruidosa carcajada como extensión de la detonación. Pensó que era un juego del camellito. Un palomazo opaco. Pero cuando la humedad penetrante, densa de la hemoglobina del Chino inició una caída lenta sobre su piel, el silencio llenó la garganta y la boca fue una horadación profunda de la incredulidad. La Chela vio al camellito guardarse el arma entre la borrega de la chamarra de mezclilla, mientras le decía, también en silencio, con el dedo índice de la mano izquierda en vertical sobre su boca, del camellito: calla boca. Para después decirle en voz baja: vendió donde no debía hacerlo. De cualquier forma, La Chela no podía escucharlo. Aún la sonoridad del disparo rebotaba por su cerebro como pelota compacta de caucho. La Chela aún no comprendía su repentina soledad ni la ausencia eterna del Chino. El camellito inicio el acostumbrado ascenso de la pendiente con cadencioso paso y sin voltear a ver su obra. Temía convertirse en estatua de sal. Esas creencias que transmiten las religiosas abuelas y las clases de literatura en la secundaria.

El camellito, cada vez que hacía una entrega por estas calles, oteaba los techos de las casas. Buscaba en las cimas de las bardas sin repellar de esta colonia que parece zona de guerra hasta encontrar mi estoica postura de vigía del caos. Aunque no lo crean, han arribado de tierras lejanas a filmar películas por estos lares. Al momento de detectar mi plástica anatomía, el dedo índice de su mano izquierda simulando un cañón de arma ligera y con el brazo extendido, me señalaba hasta el preciso momento que pasaba frente a mí. Después seguía su camino, siempre erguido, derecho y mirando al frente con una espléndida sonrisa. Parecía personaje de comercial. Yo, también admiraba su plasticidad y discreción. Vestía ropa limpia, no pulcra, sólo limpia y en orden. Siempre pantalón de mezclilla que le podía durar limpio hasta dos semanas debido a que el planchado lo auxiliaba con cera para mantenerlo permanente. Media bota van vien con su respectivo baño de jabón de calabaza. Camisetas de colores firmes, no pálidos y apenas entalladas en su atlética figura. La azul marino era mi favorita. A su color moreno claro le daba un aire de clase mediero recién estrenado en el estatus.  Una sólida figura vertical, un monolito andante, una referencia de la colonia. Así lo dictó el tiempo.

 He visto a muchos niños crecer, ir a la escuela y abandonar estos lares como sus padres hicieron lo propio: abandonar el campo para instalarse en estas pendientes deforestadas por la autoridad. Pero el camellito, hasta la fecha ha sido fiel a sus orígenes. También fue a la escuela. Hubo una gran fiesta en la cima de la calle cuando finalizó la licenciatura. Aún ese día y, a la fecha, mantiene la sobriedad y no sucumbió a los sueños con los que trafica. Pasa por la pendiente con un auto nuevo y aún me busca. Ahora siempre lo acompañan tres hombres más viejos que tampoco niegan su origen ni su historia. El camellito tiene una historia más inteligente. Pero algo les dice sobre mí. Transitan y los cuatro me buscan y hacen la señal de darme un tiro. Ahora son armas de verdad las que me apuntan. Cada vez, me muevo con más lentitud y temo que hagan efectiva la advertencia. A pesar de que estoy convencido de que ellos, sus tres acompañantes, dejarán muy rápido esta ignominia conocida como tierra mucho antes que yo. Sé que estoy en las últimas. Una virtud reconocida por todo el mundo desde tiempos inmemoriales, es mi paciencia. Hasta el camellito ese, el repartidor de quimeras, respeta esa cualidad.

  Algunas veces me escondo tras una trabe o en los terrenos baldíos para que desaparezca su sonrisa, para tenerlo preocupado todo el día o la tarde o los tres o cuatro días que desaparece de esta ladera. En esos días, pasa una mujer de andar felino y deja comida junto al crecido pasto de unos de los lotes baldíos. Parece que tiene el encargo de no irse hasta que me acerco al plato y empiezo a comer. Sus caricias ayudan a la digestión. Las primeras veces lo hacía con asco. Apenas me tocaba, como si yo fuera cable de alta tensión. Creo que después lo hizo con más confianza porque vio como me acicalaba con la lengua o porque teníamos también algo en común, la plasticidad. Ella, aún con sus zapatos de tacón alto, tiene movimientos ligeros ágiles, no parece gallina espinada. Cuando calza zapatos bajos o tenis, desplaza la corporeidad entre el éter como si fuera su propia esencia. La señora de la tortillería no la tolera. La ve con envidia y coraje entripado. Antes le hacía la plática porque siente simpatía por el camellito. Pero desde que le preguntó por mí, y empezó a darme de comer y atrevió a pasar sus tersas manos sobre el lomo, dejo de saludarla. Rocío, mostró carácter, cogió tres tabicones de una construcción abandonada e improvisó un asiento con cojín que bajaba de la camioneta. Siempre trajo limpio mi traste. Abría la lata, la vaciaba y dejaba la comida a la sombra. Ella espera en la camioneta, siempre leyendo la colección vaquera de Marcial Lafuente. Cuando me acercaba a comer, era más rápida que una gata, al primer lengüetazo, mezclaba el olor de su perfume con el olor del alimento y su mano ya estaba sobre mi cabeza.

Al poco tiempo, el camellito desapareció. Ella, Rocío, dejó de venir y el hambre me obligó a rondar y abrir las bolsas de basura a la poca luz de la noche. Por cierto, ¿cómo podrá un gato con mi linaje decir a las autoridades que hace falta luz pública? Digo, la tortillera paga sus impuestos.

Después de unos meses, Rocío regresó con todos los utensilios y la comida. Bajé la barda un poco lento y me acerqué con desconfianza. Cogió mi esquelética figura con un arrebato amoroso. Abordamos la camioneta y llegamos a un velatorio de la colonia. Vi al camellito sentado en un sillón negro, luido por el movimiento incómodo del duelo. De inmediato se levantó. Besó a Rocío y me tomó en sus brazos. Te vas con nosotros, vamos sentar cabeza. Rocío le mostró un par de pasaportes y una hoja con mi permiso para viajar. Se acercó al féretro y los tres vimos el rostro de La Chela. También se quiso pasar de lista. Tomamos un taxi. Observé con nostalgia la camioneta.